viernes, 18 de noviembre de 2016

LA RUEDA

    “Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo” dijo Arquímedes — te comenté mientras descansaba en ti. Con una sonrisa continué — ¿Sabes? Yo debo de ser un descendiente suyo o su reencarnación.
Cambié de postura y  me senté en el suelo. Me giré hacia ti.
    Mi madre siempre dijo que nací rodando… — estallé en una carcajada escandalosa y te susurré — casi me caigo de los brazos de la matrona. Imagina el ímpetu con el que salí.
Tú seguiste mirando el infinito, como si aquella conversación no fuera contigo. Seguí la dirección de tus ojos y descubrí la sombra de montañas a lo lejos, en el horizonte. Era imposible hacerte sonreír.
    Aprendí a ir en triciclo antes incluso que andar y ya no me he separado de ellas — te dije mientras hice girar la que tenía atada a mi espalda.
Seguías inmóvil. En ningún momento te vi parpadear. Y me puse serio.
    Las veo en todas partes. En los platos que se mueven por un palillo, en la noria girando sin parar —. Me quedé callado unos instantes para continuar después en voz más baja. — Aún conservo el aro de mi abuelo, ese que hacían dar vueltas mientras ellos corrían como locos.
Me levanté de un salto sin sorprenderte, sin asustarte. Y comencé a mover la cadera.
    Incluso el hula-hop no tiene secretos para mí — te susurré al oído mientras seguía mi ritmo interior.
Te abracé y me alejé de ti. Descendí por el terraplén. Una vez abajo te volví a contemplar.
    Posiblemente muera bajo las ruedas de un camión — te grité ayudándome con las manos a modo de altavoz.

Y tú, estatua de los caídos en carretera, madre llorando por la pérdida de tu hijo querido, fuiste el primer testigo de cómo me subía a la verja y saltaba a la autopista.

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